52- ¿ESTARÉ MUERTO?. Por Miguel-A Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.
Esta aventura se inició la víspera de la elecciones generales de 1982. Era otoño, y la sementera de cereales de ciclo largo estaba en su apogeo. Después de comer, me dirigí a arar una finca de una hectárea aproximadamente. Según mis previsiones, poco después de anochecer podría terminar mi labor y regresar a casa. Llevaba un arado fijo y comencé a arar por medio de la finca para terminar por las orillas. Todo marchaba según mis planes. El grado de humedad del terreno estaba en su punto adecuado haciendo de la labor una operación grata. Me faltaban media docena de vueltas cuando decidí encender la luz del tractor porque anochecía. Enseguida noté un olor a plásticos quemados. Apagué la luz pensando que podría acabar la finca y regresar a casa en la oscuridad de la noche, y a la mañana, con luz natural, buscar la avería. Seguí con mis planes, pero en uno de los laterales había un arroyo y en la última vuelta tuve miedo de caerme si seguía conduciendo a oscuras. Al poco tiempo de dar las luces, los cables comenzaron a arder en la parte inferior del tablero de mandos, justo entre mis rodillas. Me asusté, paré el motor, y apagué las llamas a manotazos. Pero "¡demonios!" se había quemado, entre otros, el cable que va desde la batería al motor de arranque pasando por la llave de contacto. Fue imposible poner de nuevo el tractor en marcha.
Me había quedado colgado... con un decisión a tomar: Podía lanzarme a la aventura de llegar caminando hasta casa, o aburrirme esperando, muerto de frío, hasta que mi familia fuera a buscarme al ver que no regresaba. Mi ataxia estaba fatal y el camino era infernal, lleno de baches, incluso con agua. Decidí lanzarme a la aventura. Pronto me percaté de que aquello no era para mí. A mi deteriorado balance se unía la oscuridad de la noche. Andaba dando tumbos, incluso metiéndome en los charcos. Dudé si seguir hacía delante o volver hacia atrás a esperar dormitando en el tractor. En esta duda estaba, cundo vi brillar la esperanza: era la luz de un tractor que venía hacia mí por ese mismo camino. Mi relación con todos los vecinos era buena, y a cualquiera que fuese el tractorista, podía contarle lo ocurrido teniendo la completa seguridad de que me llevaría inmediatamente a casa. Me senté a esperar.
El tractorista era un chico muy joven. Le conté mi problema y que, hasta el quemado de los cables había pensado ir a oscuras a casa.
- ¿Has intentado hacer puente? -me preguntó.
- ¿Cómo voy a hacer puente si no veo?.
- Bien, vamos allá -replicó.
Metió su tractor en la finca vecina para enfocar la parte izquierda del mío desde el otro lado del arroyo. Le dí un destornillador para realizar el puente y yo subí al tractor para acelerar el motor. Hizo puente... y la operación funcionó... el motor arrancó a la primera.
- Ahora ya puedes ir a casa -me dijo-. Yo acabaré esta vuelta para que no tengas que regresar mañana.
Muy despacio, con la ventanilla delantera abierta para mejor visión, y con todo el cuido del mundo, regresé a casa. Para evitar un tramo de carretera, me metí por una cañada de ovejas que nunca utilizaban los vehículos.
A la mañana siguiente vi el tamaño de la avería y no tuve más remedio que acudir a un taller mecánico de una población mayor, que dista 10 kilómetros, a cuyo Ayuntamiento pertenecemos como entidad local menor y donde, para nosotros, tenían lugar las votaciones.
La reparación de arreglo no era dificultosa. Bastaba con empalmar un trozo a los cables y cubrir el empalme con cinta aislante. La dificultad no era material, sino técnica: enganchar cada cable al sitio adecuado. Finalizamos la tarea en un par de horas. Ya regresaba a casa cuando decidí aprovechar para votar.
El lugar de las votaciones era un colegio. Aparqué el tractor y cogí mi documentación. Busque las papeletas acordes con mis ideales y me dirigía votar. Había una larga cola. Yo tenía numerosas dificultades para estar de pie. Un joven matrimonio, que estaba detrás de mí, me sugirió sentarme en un pupitre hasta que me tocara la vez.
Cuando me correspondió, me acerqué a la mesa y entregué al Presidente mi carnet de identidad.
- Usted no puede votar -me dijo después de realizar las oportunas comprobaciones.
- ¿Y eso por qué?.
- Porque tiene el segundo apellido cambiado - me respondió-. Si quiere le hacemos un certificado de cómo ha venido a votar.
- ¿Y eso para qué sirve?.
- Para que usted justifique ante su empresario que realmente ha venido a votar.
- No, gracias. Yo soy el empresario y el empleado -contesté educadamente, porque el asunto tenía bemoles, y en mi interior me estaba cagando en todos y jurando en chino, árabe, y todos los idiomas conocidos y de por conocer.
El tema era así: A mi hermana atáxica y a mí nos habían puesto los dos apellidos de mi padre: Cibrián Muñoz, en vez de Cibrián Dehesa. Ambos hicimos una reclamación ante el censo electoral, y se corrigió. En las siguientes elecciones nuestros apellidos estuvieron correctos. Pero hete aquí que en esta ocasión a algún funcionario sesudo se le había ocurrido copiar de la lista vieja, o no sé cuál fue el problema, porque mi hermana atáxica a partir de entonces venía de la dos formas: correcta e incorrecta. Nunca más he vuelto a votar. Continué viniendo en el censo electoral como Cibrián Muñoz. No me apetecía pasarme la vida haciendo reclamaciones. Además, todos los políticos me parecen iguales y no tengo claro a quién votar. Son gente de buena fe hasta que pierden su libertad en favor del partido. Luego, prometen... prometen... prometen... mienten... mienten... mienten... y engañan... engañan... engañan. Me recuerda el chiste gráfico de Ramón en "Diario de Burgos", (26/II/200), de un "mitinero" político diciendo: "Ahora vendrán y os prometerán esto y lo otro, pero no os fiéis. Recordad que nosotros os lo prometimos mucho antes".
Lo "jodido" de mi caso es que los gestores de las listas se han dado cuenta de que Miguel Ángel Cibrián Muñoz no existe y lo han eliminado de la lista. Ahora no estoy en el censo electoral ni bien, ni mal. ¿Estaré muerto?.