68- ANDANZAS ATÁXICAS - CAÍDAS DIVERTIDAS (I). Por Vicente Sáez Vallés, paciente de Ataxia de Friedreich, de Zaragoza.
"Me gustaría que alguien más intentara contarnos hechos reales de alguna aventura atáxica u otra, literariamente o no. Puede ser divertido". (Vicente).
Esto sucedió hace tiempo y es rigurosamente verídico. Fue en el verano de 1982. Julio fue de un calor sofocante y el paseo estaba lleno de luz, de sudor y lipotimias. Era uno de esos días en los que te duchas con frecuencia y cuando te has vestido te tienes que volver a duchar porque has sudado el esfuerzo de vestirte.
Yo tenía 17 años y mi Ataxia de Friedreich aún no estaba muy avanzada: caminaba solo y me agradaba caminar. Me gustaba la soledad, la ternura, el afecto, el amor, el amanecer, el anochecer, buscar el porqué a los sentimientos, olvidarme del porqué de los sentimientos, y hablar.
Hice algo tonto que fue quedar con mi amigo a las cuatro de la tarde en pleno mes de Julio para ir a escucharle tocar el piano en una salita de audición de una tienda de instrumentos musicales. Había oído hablar de ellas otras veces: en el sótano había varias habitaciones insonorizadas para tocar desde un piano a una trompeta. Carlos, mi amigo, tiene mucha cara y se hace amigos para sus fines; se hizo amigo del dueño de la tienda y le hacía un descuento al alquilarle la sala. Bueno, yo hago lo mismo. Mirándolo bien, no es tan malo, todos utilizamos a los demás de una forma u otra.
Yo caminaba como un borracho... no como un Frankestein, pero tenía el pelo largo... Entonces, como un Frankestein hippy y poco terrible. Me costaba caminar y sudaba mucho.
La tienda era enorme y estaba llena de instrumentos musicales... hasta había un triángulo, que lo vi. Pero lo que más brillaba era la dependienta: un ejemplar por el que se movían montañas para verla. Tenía el cabello rubio y lacio; no era muy alta, pero era tan proporcionada y de generosas curvas que bien asemejaba un "top model" o algo así. Mirada ausente como si todo hubiera sido visto ya y retornara para contemplar detenidamente el espacio de cada cosa, de cada instante. Sus pechos grandes, su escasa ropa y su perfume, le daban ese don de la dicha inalcanzable. Y sin embargo, esa diosa te hablaba y allí se acababa todo, en su hablar; una voz de pito que se nutría de la entonación más cursi. ¿Cómo puede ser que alguien tan perfecto, presta para encabezar tus sueños más hormonales fuera tan tonta? Pues lo era y siempre que la oía me entraba la risa. Me sonrió dulcemente y me trasladé a ese lugar de los sueños.... Pero habló, y todo se difuminó.
- ¡Sígueme!
La cabina insonorizada estaba en el sótano. Esa chica era muy rápida caminando en la enorme tienda; seguirla era difícil en ese enorme almacén de todo tipo de artefactos usados para fabricar sentencias musicales. Por poco me trago un saxofón porque el suelo era resbaladizo, como son casi todos los suelos para la gente que padece ataxia. Notaba que mis pasos eran pesados: como veinte de la chica guapa. ¡Entonces las vi! Normalmente, para todos los que padecemos ataxia, las escaleras dan miedo, son terribles de no existir una maravillosa barandilla de sostén. Entonces, todo lo que se piensa y lo que se vive se reduce a esas asquerosas escaleras; ni el maravilloso trasero de la dependienta, ni el aire acondicionado, ni la extraña tienda, ni en los extraños instrumentos que no reconocía, ni la cara que iba a poner Carlos cuando me viera... Nada, sólo pensaba en las escaleras. Las escaleras eran de madera endeble; de esas que cada peldaño es una tabla y puedes ver el suelo, las peores escaleras. ¡Encima de caracol! Me quedé petrificado, clavado, antes de empezar a bajar esas escaleras.
- ¡Vamos! -la chica estaba exigente.
No me atrevía a pedirle ayuda, pues sería demasiado largo y el código de caballería de los adolescentes dice que una tía buena no está precisamente para aumentar la estabilidad de uno. La chica seguía bajando haciendo evidente el sonido agudo de las suelas de sus zapatos en un timbal, ya que, a cada paso retumbaba.
Vi que no había barandilla y me lancé porque la chica volvió a gruñir con mi tardanza. El primer escalón bien, no hubo problemas, pero el segundo y el tercero... Bueno, perdí el equilibrio y fui a agarrarme a la barandilla inexistente, entonces caí; rodé un poco y me precipité por el hueco. Como la chica había sido muy rápida bajando, caí encima de ella. Yo no me hice daño, ni un rasguño. Parece que la chica tampoco, porque se puso muy nerviosa y colorada, me apartó bruscamente y se fue corriendo y chillando. Con la caída, le había arrancado el vestido corto y quedó en un topless interesante, pero, al caer, mis gafas salieron disparadas y no me fijé bien. La chica, desnuda, se escondió en un cuarto. Me percaté de que el ruido había sido enorme y mucha gente estaba a mi alrededor... gente que estaba en las cabinas tocando el arpa, el violín o el piano. Carlos corrió, se interesó por mí y le dije que estaba perfectamente, luego rió, como los demás. Me sentía como un payaso involuntario. Luego llegó el jefe y me preguntó anonadado.
- Verá -respondí-, es que tengo una enfermedad que me afecta al equilibrio y a la coordinación y...
- ¿Cómo se llama?
- Ataxia...
- Encima drogas...
Cogió el teléfono para llamar a la policía, y menos mal que mi amigo corroboró mi versión.
Por la tarde pensé en disculparme ante la chica porque me envolvía una fuerte culpabilidad. Volví a la tienda y la vi con una señora que insistía en alquilar un piano. Esperé.
- Vamos al sótano, allí están expuestos -dijo ella a la cliente.
Vi a la señora y a ella que bajaban las escaleras con mucha soltura. Me sentí insignificante y me quise ir, pero a mi espalda estaba el jefe que había llegado en ese momento, y me preguntó:
- ¿Qué quieres ahora?
- He venido para disculparme por el accidente ese...
- ¡Ah! Bien, habla con ella, es un bonito detalle.
Luego miró, vio que estaba en el sótano, se asustó un poco y añadió:
- Pero mejor, vuelve otro día, porque ha ido a un recado y no creo que vuelva hoy.