107- ATAXIA Y CURANDEROS (relato autobiográfico). Por Miguel-A Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich, de la provincia de Burgos.
Una de las constantes de nosotros los atáxicos y de quienes se han visto atrapados por enfermedades crónicas hasta el momento intratables e incurables por la medicina tradicional es la búsqueda de soluciones en otros lugares. En tales experiencias puede existir, unas veces, cierto realismo, las más, buenas intenciones, y en algunas, cierto tufillo de fraude. Aparte de un mecanismo natural humano de supervivencia, la de agarrarse hasta al último clavo, aunque esté ardiendo, es una obligación. Me refiero, más que a otra clase de medicinas, desconocidas para mí, al asunto curanderos. En alusión de pasajes evangélicos, ir de la medicina tradicional al curanderismo, sería como salir de casa de Pilatos para meterse en la de Herodes. La casa de Pilatos es un sitio jodido, pero uno no va a allí de gira de copas, sino forzado. Y es que, generalmente, dígase lo que se me diga, los responsables de la medicina tradicional, cubiertos con su capa o bata blanca de legalidad (blanco, símbolo de inocencia) tampoco son "mancos"diciendo y haciendo tonterías en materia de ataxia.
Posiblemente hoy debiera saber callarme en lugar de hacer afirmaciones que contradicen la tendencia social. Para la inmensa mayoría de los ciudadanos, un médico es un caballero por cuya boca salen verdades irrefutables, ante cuyo sonido sólo quedaría por añadir el clásico: "Palabra de Dios. / Te alabamos, Señor".
Como Castellano nacido en 1954, hasta hace poquitos años, he visto a los hombres descubrirse la cabeza y tener la boina en la mano durante la consulta médica. Eso era exactamente lo mismito que hacían en la iglesia. La única vez que se me ha ocurrido discrepar larga y abiertamente en la consulta de un Dr., tuve a mi padre, mi acompañante, como principal rival esgrimiendo la tesis en defensa de aquel señor, que él había estudiado medicina. En fin, dice el refrán que cada uno cuenta la feria según le va en ella. Así es la mía: No es precisamente un carrusel de barracas, norias, y montañas rusas, con música, luz, y colorido. ¿No querréis que relate cuentos de hadas o de princesas que curan con un beso?.
Mi reproche a la medicina no son los errores humanos, que, al fin y al cabo, son eso, propios de hombres... y todos estamos abocados a cometerlos en cualquiera de las facetas desarrolladas en nuestra vida, incluidos los aspectos personales. Sí reprocho a la medicina su vanidad para publicar a bombo y platillo su inventos para hacer creer a la gente que controlan la salud. Sí reprocho la arrogancia de algunos especialistas que, en lugar de admitir su pequeñez, se dedican a pontificar diciendo estupideces que en asuntos casi desconocidos para ellos, como la ataxia, les dejan con el culo al aire cuando el paciente se ha tomado la molestia de enterarse de los pormenores de su enfermedad. Y, sobre todo, visto y comparado desde la experiencia personal a lo largo de más de treinta años enfermo, reprocho a la medicina el camino imparable de bur-r-ocratización y deshumanización experimentado en los últimos años:
Antes el Dr. especialista, que a lo mejor no tenía ni puta idea de la enfermedad, ni instrumentos apropiados para realizar un diagnóstico, era como un padre: Te mandaba desnudar, te tocaba, y te hacia sentir el calor humano de su mano y de sus palabras. Hoy no: El especialista es un tío con bata blanca que parapetado tras una mesa de despacho y escoltado por una enfermera, tras visionar una radiografía al trasluz, se dedica tres minutos a pontificar para terminar rubricando las tres recetas de rigor semipreparadas por la enfermera mientras él hablaba. Y lo de la radiografía al trasluz es altamente preocupante. Si llegas antes de la consulta y eres perspicaz, podrás observar que el celador la ha introducido en la consulta cinco minutos antes de comenzar la sesión. Es fácil deducir que el Dr. la ve por primera vez, pues de no ser así, solamente tendría sentido sacarla del sobre para explicar alguna anomalía detectada en aquella clase de foto. En fin, viene a mi memoria lo del enfermo imaginario de Molière: "Nadie muere de sus enfermedades, sino de sus remedios". Es innegable, e indiscutible al cien por cien, el avance de la medicina, pero también lo es el retroceso en el aspecto humanitario. Y a todo esto y por comparación me pregunto yo: ¿a diferencia del Dr. de antes, éste de ahora sí tendrá puta idea? Pues bien, en materia de ataxia permitidme que lo dude.
Comencé este escrito haciendo alusión a una constante en la vida de los atáxicos y demás enfermos crónicos cuando la medicina no les/nos da demasiadas esperanzas. Creo que en el campo de la ataxia las cosas actualmente ya han entrado en un cambio. Al menos ahora se vislumbran, a corto plazo, esperanzas de un enlentecimiento de la progresión y comienza a haber tratamientos más o menos eficaces. No obstante, aunque exista gran similitud entre todos los atáxicos, sin que eso refute mi teoría, cada persona tiene una experiencia única e irrepetible marcando su trayectoria. Mi predisposición hacia el curanderismo ha sido leve. Aún así, he consultado con tres curanderos distintos. La levedad de la tendencia se debe a que en una primera etapa, a falta de diagnóstico, no se le dio importancia a cuanto me estaba ocurriendo. En una segunda etapa, ya con diagnóstico de Ataxia de Friedreich, se me mintió quitando fuerza al asunto, y yo más que no enterarme, no quise darme por enterado. Y en una tercera etapa, cuando llegué por razonamientos propios a vislumbrar un futuro, aún mas negro que la realidad, el atenazante miedo me impedía revolver mierda y huía a cualquier precio de preguntar.
Hoy voy relatar aquí las visitas a los tres curanderos citados, pero antes contaré una historia que ratifica mis tesis de agarrase a último clavo, aunque sea ardiendo:
Yo había comenzado a tener grandes problemas digestivos hacia mis 26 años. Veinte años después esta clase de molestias siguen siendo mi espada de Damocles. Mientras, los Drs. se empeñan en ligarlo a la ataxia de Friedreich. Y yo me digo: paso el que no sepáis quitar o detener la progresión de una ataxia, pero si no sabéis tampoco quitar un dolor de barriga, ¿qué coño sabéis vosotros?.
Bien, previo escrupuloso pago, una persona, hablando casi de milagros de una rara medicina naturista, puso en mis manos un caro libro sobre naturismo. Según aquel volumen, la vida antinatural era la culpable de todas las enfermedades habidas y de por haber en la vida del ser humano y, una por una, aparte de citar gran número de plantas específicas para cada caso, daba casi idénticos remedios para todas las dolencias: desde la calvicie hasta los sabañones. Para más inri, aparte de condenar una costumbre de mala alimentación, hacia hincapié en que se comía demasiado y aseguraba que para vivir bastaba con tres frutas diarias, tamaño naranja. Me agarré al clavo ardiendo del naturismo y me hice vegetariano.
¿Y para qué coño iba a pararme a almorzar solamente una manzana si podía mordisquearla mientras vigilaba que mi tractor no se saliera del surco de arada?. Mi merienda era un yogur, el cual, después de haber estado cuatro horas mareándose traqueteando en el tractor no hacía falta cucharilla: bastaba con agujerear la tapa con un destornillador, ponerlo sobre la boca, y chupar. Eso sí, aquella merienda era muy higiénica, pues en aquella clase de trabajo las grasientas manos no necesitaban de lavado, lo cual siempre era una cuestión difícil en el campo. A veces se podía hallar algún arroyuelo... pero hasta podía tener una fina capa de hielo para disuadirte de que no metieras las manos allí por miedo al frío. En fin, que sólo me faltó despelotarme y caminar desnudo por la fría estepa burgalesa, bien sobre la hierba, evitando las espinas de los cardos y gatuñas, o sobre la blanca y suave almohadilla de la nieve.
Por supuesto, no tardé en percatarme de que todo aquello era ridículo para mi caso personal. Estaba perdiendo peso a pasos agigantados... Y si lo pretendido fuera suicidarme, seguro que encontraría formas más rápidas y eficaces y, a la vez menos, molestas para mí. Me deshice rápidamente de aquel libro para no volver a verlo jamás.
Era la primavera de 1982. Mi tío, nuestro socio en la explotación familiar agraria, había comenzado a sentir las molestias de una desviación de vertebras en la columna. No era grave. Aún hoy lo controla usando faja ortopédica sin que le quite de poder trabajar. Sin embargo, entonces, impulsado por la novedad y por la prescripción facultativa de reposo, cuestión nefasta por ser una persona sumamente activa, le tenían preocupado y desanimado.
Llegó el verano y pensamos contratar un maquinista para la cosechadora de cereal. Mi padre no andaba con vehículos de motor, y yo, en hipótesis encargado de tales cosas, nunca me había atrevido con aquella enorme maquina. Por mi falta de reflejos, aquel carísimo chisme no hubiera durado sano en mis manos más de un día: ora habría clavado la sierra en la tierra, ora habría cortado las espigas por la cabeza... o me habría tragado las piedras, o habría estrellado los cabezales del corte contra alguna lindera. No fue posible encontrar a una persona adecuada, pues quienes se dedican a esta clase de tareas parten con contratistas a finales de mayo para Andalucía para ir subiendo hacia el norte a medida que maduran las cosechas. Pusimos un poco todos de nuestra parte y salimos adelante.
Al final de la recolección tuvimos una obra de construcción. Para nosotros siempre trabajaron los mismos albañiles, dos hermanos, por lo cual existía un buen grado de confianza. El menor de ellos había tenido problemas de columna y hablaba casi milagros de cierta curandera. Mi tío no se decidió a ir a esa consulta: Aunque no lo dijera abiertamente, es muy probable que no creyera en tales cosas.
Ya bien entrado el otoño, habíamos comenzado la sementera de cereales de ciclo largo. Mi tío, entonces, nos expuso en casa su intención de ir a dicha curandera. Al momento se decidió que yo también fuera. Por aquel tiempo yo estaba bastante deprimido y apenas hablaba. De buena gana hubiera dicho que me dejasen en paz, pero como mi padre y mi madre eran partidarios, solamente pude encogerme de hombros en señal de resignación.
El lugar distaba más de 80 kilómetros. Por la mañana trabajábamos... cerrábamos los tractores hacia las doce del mediodía... nos duchábamos... comíamos pronto, e íbamos para allá.
A la primera consulta nos acompañó mi madre y conmigo apenas hablaron. La curandera en cuestión sobrepasaba los setenta años. Por entonces mis problemas auditivos aún eras leves y, como las voces eran muy claras, pude enterarme de todo. Aquella señora le prometió a mi madre no curarme del todo, pero si arreglarme en parte si iba a su consulta semanalmente. Es preciso añadir que esta curandera no era ninguna impostora, sino una persona de una honradez intachable. De entrada reconocía con humildad no saber nada de medicina y que toda su experiencia provenía de su afición a curar las patas de los animales de la granja su padre. No cobraba nada. El salario era a voluntad del cliente. Aunque imagino que ciertos clientes pudieran/amos ser generosos. Como pude comprobar, ésta lo ganaba con el sudor de su frente. El esfuerzo en su tarea era casi inimaginable en una mujer de su edad: indicando que su vida había habido mucho trabajo físico de sol a sol. ¡Al Cesar lo que es del Cesar!.
La sesión de trabajo consistía en dejarme en calzoncillos y tratar de estirar unos tendones o hipotéticos tendones. La mujer mojaba sus dedos en aceite para facilitar mejor el movimiento a través de mis piernas y presionaba intensamente en una trabajosa labor que provocaba la salida de sudor en su frente. La pregunta repetida era.
- ¿Te hago daño?.
Yo negaba por amor propio y para esconder mi propia endeblez. En realidad, tenía que apretar los dientes porque aquello en ocasiones se las traía.
Finalizada la sesión, con los músculos bien calientes experimentaba una aparente clara mejoría. Mi regreso al coche parecía que se realizara con más ligereza. Era principios del mes de noviembre. Las primeras heladas del año, tras la primavera y el verano, ya comenzaban a sentirse a los anocheceres, que era cuando salíamos de allí. Tras recorrer los 80 kilómetros, de regreso a casa, con los músculos ya fríos, casi hacía falta una grúa para moverme.
Más o menos esta historia hasta aquí relatada se repitió durante tres semanas. A la cuarta vista, cuando me realizaba la pregunta rutinaria sobre hacerme daño, espontáneamente, sin ser una respuesta premeditada, solté:
- Bueno, yo no sé lo que estamos haciendo aquí, porque los médicos me miran la cabeza y no las piernas.
Ante mi perplejidad, sin mediar palabra, la curandera salió de la habitación como si de repente hubiera recordado hacer algo urgente. Me encogí de hombros. Tampoco era raro, porque distribuía los clientes por distintas habitaciones... además, ciertos días, el olor indicaba que tenía la cena sobre los fuegos de la cocina: judía verdes, compota, etc. Enseguida regresó con un vaso, alcohol, algodón, y cerillas, y dijo:
- Vamos a poner una ventosa en la vertebras del cuello.
Aquello no era doloroso, en absoluto: Consistía en quemar el aire del vaso para que la ausencia de oxígeno provocara el vacío quedando el vaso pegado al cuerpo, en este caso a la base del cráneo. Los bordes de vaso, supongo que por el calentamiento previo del fuego, aparte de la señales propias de estar un tiempo allí pegado, provocaban diminutas ampollas únicamente molestas por el roce del cuello de la camisa.
Aquel episodio me pareció tan ridículo que en casa aquella semana le dije a mi tío:
- Mira, vete tú si quieres, que yo no te quito. Yo ya me quedaré trabajando, pero allí no vuelvo.
Tanto mi tío como yo en las temporadas altas de trabajo no parábamos a descansar ni siquiera los domingos. Por tal circunstancia nos dolía perder de trabajar en plena sementera. Como en su tratamiento también había ventosas, ambos decidimos que era absurdo cerrar ambos tractores y perder medio día a la semana.
A través de un anuncio en el periódico provincial había descubierto que el neurocirujano jefe del Hospital de la Seguridad Social pasaba consulta en una clínica privada. Pensé que debía tratarse de una eminencia, pues durante el mes que estuve internado siempre le vi rodeado de médicos jóvenes haciéndoles indicaciones en las visitas rutinarias sobre los pacientes internados y dándoles explicaciones en una especie de aula con mi nombre en la pizarra. Pedí cita. Aquello funcionaba y me resultó altamente satisfactorio: entre otras cosas, porque estaba hasta el gorro de consultas de dos horas para treinta pacientes. En realidad, ibas porque estabas deprimido y era otro mazazo más a la depresión: El Dr. te preguntaba el nombre, la edad, te hacían las recetas, y ya se acabo el tiempo. Siempre he pensado que a los Drs., o los administradores de la sanidad que malorganizan líos de tal tipo, debieran exigirles una experiencia de dolencia, al menos temporal, para que sepan que se cuece en los pucheros de la enfermedad. No es concebible que estos tíos ignoren que toda curación o mejoría además de medicamentos conlleva un efecto psicológico.
Allí en la consulta privada, en el aspecto aludido, era totalmente distinto: El tiempo no contaba, la consulta podía ser veinte, treinta, cuarenta, minutos, o una hora. Dudo mucho que fuera del todo legal. Más bien parecía que aquel Dr. hubiera decidido ganarse por su cuenta unas perrillas extras:
Aquello no guardaba ninguna relación directa con la clínica privada, sino que ésta le alquilaba una consulta (despacho de) dos tardes por semana. No disponía de ningún medio técnico, salvo la simple observación con lo objetos que cualquier médico lleva en su maletín. En mi caso no le eran necesarios métodos sofisticados, pues sin duda tendría acceso a todas las pruebas realizadas en la seguridad Social, la mayoría por orden o a petición suya. Tampoco tenía enfermera: él mismo iba a buscar a los pacientes a la sala de espera. Por supuesto, se embolsaba el pago de los honorarios sin extender factura.
Este Dr. fue sumamente amable conmigo... y quién, posteriormente, me allanaría el camino para la utilización de mi primera silla de ruedas. De repente, desapareció y nunca supe más de él. Supongo que consiguió un traslado por parte de la Seguridad Social, ya que él era de otra Comunidad Autónoma y la tierra y la familia siempre tiran.
A estas consultas iba acompañado por mi tío, conductor del automóvil, mientras mi padre y mi madre se quedaban cuidando la ganadería. En aquella ocasión eran las fechas prenavideñas de mediados de diciembre. Tras la consulta, ya de regreso a casa habiendo anochecido, mi tío decidió entrar en un pueblo de la ruta a desear feliz Navidad a unos hermanos de mi abuelo, ya entrados en años: El era sacerdote, y ella estaba soltera. Sobre mi enfermedad raramente se me preguntaba. Mi familia desde que supo que era hereditaria, en la intimidad lo había establecido como secreto. La mayoría de la gente, con quienes teníamos relación con asiduidad, se había percatado de nuestro interés por silenciarlo y era lo suficientemente inteligente como para no preguntar. Mi tío, cura, al decirle que veníamos de consulta y pasábamos por allí, solamente me hizo la clásica pregunta rutinaria y de cortesía:
- ¿Y tú cómo estás?.
Respetando los deseos de secreto de mi familia, en lugar de hablarle de ataxia, le hablé de mis problemas digestivos que ciertamente, para mí, siempre han sido un tema prioritario: uno puede enrrollarse con sus cosas y olvidarse de que tiene el culo sobre una silla de ruedas, pero el dolor y las molestias te recuerdan a cada instante que algo no va bien.
Empeñado en que fuera, me dio por escrito la dirección de un curandero. Pude decirle que yo no creía en tales cosas, pero me resultó más cómodo guardarme el papelito y dar por zanjado el asunto. Mala cosa. Desde aquel momento quedé atrapado en una tela de araña sin poder salir hacia atrás. Mi familia se enteró, porque mi tío había estado presente, ¿y cómo podía decir yo a mi padre y a mi madre que no me daba la gana ir a tal curandero? En este caso, el recomendante era el cura que los había casado y ambos tenían un profundo respeto hacia él.
Fuimos al curandero. La sala de espera estaba repleta, mucho más llena que la de cualquier médico. Nos dieron un número de orden. Cuando me correspondió el turno vi un señor con cierto aire de misterio que me ponía encima las manos y cerraba los ojos como si me estuviera leyendo los pecadillos del alma. Para más, yo ya había comenzado a tener problemas auditivos... y a pesar de mis múltiples advertencias de que me hablara más alto, se empecinó en emitir leves susurros. Mi madre tuvo que hacer de interprete y traducirme absolutamente toda la batería de preguntas.
Por fin se sentó a escribir. El tiempo de escritura se me hizo largo, porque me sentía muy incómodo en aquel lugar. Cuando llegó a mi mano la prescripción, me quedé de piedra: no entendía ni una sola letra. Uno sabe de la mala letra, natural o adrede, de los médicos, pero aquello parecía estar escrito con una clave de signos. Exclamé:
- ¿Pero aquí qué dice?.
Él musito algo que yo, como siempre, no entendí, y mi madre no me tradujo.
- ¿Pero aquí qué dice? -repetí.
- ¡Cállate, hombre, cállate! -me recriminó mi madre-. Ya te ha dicho que ahora te lo explicará su mujer.
El curandero explicó, y eso sí lo tradujo mi madre, que aquello era casi todo solamente para los problemas digestivos y para las dificultades de movimiento únicamente podía recomendarme consultar con un compañero. Añadió que si me daba prisa aún podía llegar ese mismo día a su consulta. Mi tío se quedó tomando la dirección y las indicaciones de trayectoria, pues se trataba de uno de los barrios periféricos de la ciudad. Mientras, nosotros salimos acompañados de la mujer que en otra estancia diferente nos explicaría la prescripción.
Aquellas indicaciones para mí eran tan, tan, tan ridículas que ni siquiera podía esperarse de ellas un efecto placebo: 1- Llevar constantemente una patata pequeña en el bolso y, cuando se machitara, cambiarla por otra. 2- Poner en la cama, en la zona de los pies, una bolsa con ochocientos gramos de patatas. 3- Tomar a media tarde, a estilo té o café, el agua de cocer tres castañas. 4- Lavarme las piernas con una mezcla de vino y romero.
Por la primera de las prescripciones pasé. En nuestra familia cultivábamos patatas para autoconsumo, y las pequeñas de tamaño, por no tirarlas, se quedaban para los animales. Patatas pequeñas teníamos varios sacos donde elegir el tamaño adecuado. Por la segunda también pasé: al fin y al cabo no era molesto que, al hacer mi cama, mi madre pusiera al fondo una bolsa de patatas. La tercera me resultaba más difícil. Yo aducía que ¿cómo iba a ser compatible mi trabajo en el campo con tomarme a media tarde el agua de tres castañas? Me convencieron de probar en los veinte días que aún restaban para el comienzo de la sementera tardía. Y probé: Dicha agua era tan fea y de tan mal sabor que a los tres días de comenzar el tratamiento ya estaba comiéndome las castañas cocidas y tirando el agua de cocerlas. Por la cuarta prescripción ya no pasé: ¿Cómo, por mi condición de atáxico, iba a ir tambaleante por ahí, y, encima, oliendo a vino y dando la impresión de haber empinado el codo?.
Aquel mismo día de la consulta del citado en el anterior capítulo y dándonos prisa para llegar a tiempo, fuimos a la consulta del curandero recomendado. Siguiendo las recomendaciones de trayectoria, llegamos al barrio de la periferia indicado. Aquello nos resultaba totalmente desconocido, y mi tío decidió aparcar el coche y lanzanos caminando a la búsqueda de la dirección anotada en un papel. Tras algunas preguntas a los viandantes, la encontramos. Era un bar con unos clientes misterioso que guardaban un silencio sepulcral. Preguntamos a la señora de la barra y no dijo que, efectivamente, era allí, y nos dio un numero de orden. Pedimos unas consumiciones más por compromiso que por ganas de tomar algo. Y, cómo no, nos dejamos contagiar por el misterioso silencio de los clientes más propio de consulta de médico que de bar.
Cada vez que salía un cliente, entraba automáticamente el siguiente de turno sin ser indicado por nadie. En una ocasión salió un hombre de ropaje corriente, era el curandero, se acercó a la barra, pidió un vasito se vino, lo tomó de dos sorbos en treinta segundos y volvió a la tarea sin más comentarios.
Entramos cuando nos correspondió el turno. Mi madre explicó mi situación y que el anterior curandero nos había recomendado ir allí. Dentro de aquella, había otra sala con la que compartía techo: solamente tenía puerta y paredes de dos metros de altura que la aislaba ópticamente de la anterior. Todo parecía indicar que eran salas para juego y la pequeña era un reservado especial. Uno podía imaginarse que durante la noche allí en aquel reservado habría una mesa para juego de baraja y apuestas de muchos miles de pesetas. A esta segunda sala el curandero no dejo entrar a mi familia. Él y yo nos quedamos solos en aquella pieza de unos nueve metros cuadros y ridícula al cien por cien: tanto el piso como las paredes estaba todo forrado de moqueta de color rojo.
Se me mandó acostar en el suelo y comenzó la sesión. El ejercicio consistió en ponerme piernas y brazos en raras posturas y, cuado ya había llegado al aparente tope, presionar más y más, con todas sus fuerzas. Evidentemente yo tenía que apretar los dientes para no gritar. A la salida explicó a mi madre, a mí nunca se dirigió, que yo había de volver cada semana. Pagamos, y nos fuimos.
Por el camino, de regreso en busca de automóvil, mi familia me preguntó qué me había hecho el curandero y si estaba dispuesto a volver. Dije que había sido muy duro, pero me sentía más ligero y que podía caminar mejor. No era placebo, sino algo totalmente explicable: mi cuerpo estaba caliente y bajo los efectos de ese calor provocado por el ejercicio realizado aparentemente caminaba mejor.
Cuando, de vuelta a casa, mis músculos, tendones y huesos, se quedaron fríos, no sólo volví a la torpeza habitual, sino que estuve al menos dos día con el cuerpo dolorido como si me hubiesen dado una terrible paliza. Por ello decidí hacer ejercicio en casa en mi cyclostatic sin necesidad de sentir apaleamientos.
Decidí que ya había cumplido mi cupo de trato con el curanderismo y dar por concluida la fase. Aún hoy, oigo a gente bienintencionada haciéndome proposiciones sobre ir a éste al otro curandero. No, no me interesa. Y yo no discuto que alguno de ellos tenga dones especiales de curación. Tampoco me resulta discutible que la mayoría de los curanderos son gente honesta, creyendo en su trabajo, ganándose honradamente un salario, y produciendo mejoría en los pacientes, ya sea real o por efecto psicológico: ambas son mejoras, deseables y de gran valor. Asimismo, es indudable que en el curanderismo, como en todos lo sectores de la sociedad, hay mangantes cuyo objetivo es vivir bien a costa de vender humo. Sin embargo, hay cosas y cosas. ¡Con los genes hemos topado!, amigo Sancho. Me temo que muchos curanderos no sabe que son los genes y, si lo saben, están excluidos de su vocabularios por falta de remedios contra los desmandados del rebaño.
Aunque soy católico tampoco creo en milagros al estilo "levántate y anda". Tampoco creo en los milagros de la ciencia y su terapia génica en la fórmula de venir a volverme a poner como un chaval. Si creo en los pequeños milagro del vivir de cada día: en el amor, en la amistad, en abrazo, en la sonrisa, en la palabra... en luchar por un mundo mejor. Soy consciente de no tener nada, pero sería un auténtico gorrón asqueroso si no aportara mi nada y sólo estuviera aquí para recibir lo mucho que necesito. He aprendido a fuerza de palos lo de: "no es más feliz quien más tiene, sino el que menos necesita". Y ya no deseo ni necesito el "levántate y anda". Tal vez, en materia de deseos, en definición de milagros del vivir de cada día, en ideas deseos/necesidad/felicidad, y en concepto de la solidaridad, esté diciéndome tonterías únicamente de consuelo, que no hubiera admitido en otras circunstancias. Pero mis circunstancias ya no son solamente circunstancias: forman parte de mi persona como un todo indivisible. Hermosa, puta, o muy puta, así es la vida: o te tragas el paquete entero o lo dejas: no hay más.
Eso, lo de Espronceda: "¿Qué es la vida?. / Por perdida ya la di / cuando el yugo del esclavo / como un bravo sacudí". ¿Y por qué habría yo de temer a la muerte si no tengo nada que perder? Y si nadie puede quitarme nada con la muerte, ¿por qué no habría de creerme lo de Sócrates: "Lo importante no es vivir o morir, sino vivir justamente para poder morir con dignidad"?.
No tengo miedo la muerte, pero tengo pánico al dolor. Sé que el pasado nunca podrá doler. Sé que el presente casi no existe: un instante antes es pasado y uno después será futuro. Sé que no tiene sentido angustiarse por un porvenir que no se sabe si va a llegar o cómo va a venir. ¡Ja, ja, teorías, solamente teorías! Pues sí, soy un gilipollas miedoso. Si no tuviera miedo al dolor de mi futuro, o sería un mentiroso, o no sería hombre. ¡Y solamente aspiro a ser hombre, aunque haya de ser hombre gilipollas y miedoso!.