3- CORRIENDO COMO SE PUEDE. (Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich).
Cuando uno tiene suficiente experiencia en esto de ser atáxico, se da perfecta cuenta de que no lo ha sido de la noche a la mañana como si hubiese sido un
accidente repentino. Yo no sabría decir si en nuestra vida existe un momento, desconocido, donde el normal crecimiento en las habilidades de una persona
joven se invierten para entrar en el proceso degenerativo. Probablemente este hipotético momento no existe, y progresión de habilidades y de degeneración
coexisten juntas durante algún tiempo. Pero si ese momento de cambio existiera, es tan débil que resulta imperceptible. En cualquier caso, en una ataxia
hereditaria, todos los atáxicos pasamos por cuatro etapas perfectamente definibles:
1- Algo anormal sucede en nuestro cuerpo, pero no somos conscientes de ello, o si lo somos, no lo damos importancia.
2- Somos conscientes de que algo nos ocurre, pero no sabemos qué, y el médico dirá que no hay razón para preocuparse.
3- Entramos de lleno en sentirnos enfermos, pero coleccionamos toda una serie de diagnósticos imprecisos o erróneos, como nerviosismo.
4- Se nos da un diagnóstico de ataxia en uno de sus tipos.
En las tres primeras etapas definidas, podemos consumir años y años. La segunda y la tercera etapas son muy dolorosas, y a la incertidumbre de vernos raros con respecto a los demás, hay que añadir que nadie nos entiende ni nos comprende: Ni siquiera la propia familia nos comprenderá y nos tratará como enfermos psíquicos en lugar de como a enfermos físicos. Y sin embargo, a tiempo pasado, si repasamos un poco nuestra vida, cualquiera de los atáxicos sabe que ya padecía de ataxia incluso antes de sentirse enfermo. Y como consecuencia, tiene que morderse la lengua para no echar en cara a los médicos su ineptitud, o recurrir a la comprensión para saber disculpar los errores de los Doctores, pensando en su imperfecta humanidad.
Esta historia me sucedió aproximadamente a los 14 años. Algo me estaba pasando desde hace tiempo. Sin embargo, esa es una edad donde, si se puede, se busca los recursos y compensaciones adecuados para integrarnos en las normales actividades de los amigos sin necesidad de sentirnos enfermos. El sentimiento de enfermedad es una cuestión rechazada por nosotros mismos, que aspiramos a no tener diferencias con los demás jóvenes de nuestra edad.
En el colegio teníamos una clase de gimnasia. Esa asignatura no era importante: solamente una hora semanal. Y bastaba acatar con disciplina las órdenes del profesor para obtener un aprobado. Obedecer sin rechistar no era ningún problema para mí. En los recreos siempre caricaturizabamos a los profesores, pero jamás existía una burla directa: En un colegio religioso, una desconsideración hacia un profesor era una falta grave, y se saldaba con la expulsión del interesado. Al contrario que en otras asignaturas, en gimnasia no había calificaciones mensuales: solamente una a final de curso. Como perteneciente al pelotón de los torpes, sabía de antemano que mi nota sería un 5, pues en gimnasia nunca daban un suspenso.
Cuando llego el final de curso, para calificar de 5 a 9, el profesor de gimnasia nos puso algunas pruebas. Divididos en grupos, a mi equipo le correspondió realizar una carrera de 20 vueltas alrededor de un campo de fútbol. Todos sabíamos (y yo también, por supuesto, que no soy tonto) que 20 vueltas eran muchas vueltas y era necesario llevar un ritmo pausado para poder llegar a la meta. Iniciada la carrera, comprendí que los demás compañeros llevaban un ritmo pausado, pero a mí me estaban exigiendo un ritmo a tope para no perder contacto con el pelotón, porque de ninguna manera quería quedarme solo. Solamente aguanté unas 6 vueltas. Me entró una especie de ahogo que me obligó a pararme a descansar. Yo pensaba que aquello se quitaba descansando. Pero cuando creía que me había recuperado, bastaba volver a intentar correr para que mi ahogo volviese a persistir.
El profesor de gimnasia no estaba allí: había ido a controlar los saltos de altura de otro grupo mientras esperaba nuestras últimas vueltas. Un compañero, que ya llevaba tres vueltas más que yo, se detuvo junto a mí y me pidió que abandonase la carrera. Yo era terco y tenía mis razonamientos. Disfrutaba de becas, y un suspenso daría al traste con el beneficio de que gozaba. Por fin abandoné la carrera, pero no sé bien si lo hice por convencimiento de que en gimnasia no se suspendía a nadie, o porque seguir en la carrera era totalmente imposible.
Entonces no sabía qué me estaba pasando. Hoy ya lo sé: era atáxico.