183- SANTO DOMINGO DE SILOS. Por Miguel-A. Cibrián, pacientede Ataxia de Friedreich, de la provincia de Burgos.

El proyecto de Alex, 17/1/2005, de ir interno por algún tiempo al CRMF de Vallecas falló, al menos de momento, a última hora. Tan última, que creo que, con todos los preparativos para quedarse, se presentó en el Centro el día señalado para su ingreso. Alex hubo de regresar a casa. La dirección del Centro aduce que no dispone de persona técnica para inyectarle insulina por la tarde... que debe esperar a que se solucione tal dificultad. No es mi interés poner en evidencia la carencia de personal adecuado en un CRMF. Tampoco aprovecharé para solicitar a la Administración más medios para suplir esta clase de deficiencias. Y, aunque me parece que la dirección del CRMF en este caso ha actuado con total falta de previsión al no haber tenido en cuenta desde un principio las necesidades del aspirante a ocupar plaza (haciéndole gastar inútilmente en equipaciones y viajes), tampoco voy a criticar su actitud. Únicamente estoy relatando el punto de partida de mi texto, el cual no guarda ni la más mínima relación con protestas ni con reivindicaciones.

Los suscriptores de nuestra lista de correos, HispAtaxia, a veces nos peleamos dialécticamente, pero en el fondo nos apreciamos. Con motivo de la anunciada partida de Alex para el CRMF, un lunes, Esteban sugirió hacer una reunión en nuestra sala de chat el sábado anterior. Por una de esas tonterías mías de tener un caos mental con las fechas, casi no acudo a la fiesta. Cuando caí en la cuenta de estar en sábado y tener una cita por chat, ésta ya llevaba hora y media celebrándose. Lo siento. Llegué tarde. Por tanto, ignoro si fue una reunión al estilo despedida de soltero con chica en top-less saliendo de la tarta, o no :-) . En cualquier caso, la fiesta era abierta a señoritas y, cuando llegué debatían entre ellas quién iba a hacer el striptease :-) . Todo finalizó en agua de borrajas. Y yo me quedé sin saber cómo es un striptease por chat :-) .

Poco a poco se fueron retirando todos los participantes. Al final sólo quedábamos cuatro en la reunión: el propio Alex, Cristina, Poc (Inma), y yo. La conversación, muy seria, fue más o menos así:

- Pero, Alex. ¿estás ilusionado con tu ingreso en el CRMF? -preguntó Cristina.

- Pues claro -contestó Alex haciendo alusiones a la independencia y a la experiencia de vivir en un internado.

Yo consideré que se me había abierto la veda. Y comenté que "con 50 años y después de haber pasado en mi juventud más de cinco en tres internados distintos... el primero con un curso de nueve meses sin volver a casa en vacaciones navideñas ni de semana santa... la idea de ingresar en un CRMF, personalmente, no me seduciría".

- ¡Eso sí que es prehistoria! -comentó Poc-. Si hicieran hoy tales cursos, les acusarían de maltratadores.

Sí, casi es prehistoria, Poc. Te recuerdo haber nacido en 1954. Bueno, esto me da pie a soltaros un rollo de mi historia personal:

En mi autobiografía digo que fui un niño con un retraso en desarrollo físico bastante marcado (la foto es con 12 años poco antes de ir a Silos). Sería presuntuoso por mi parte añadir que fui inteligente o superdotado. No, simplemente había partido con mucha ventaja sobre mis compañeros, pues mi abuelo ya me había enseñado a leer antes de ir a la escuela. Esto hacía que siempre estuviera en secciones escolares con chicos mayores. A simple vista podía apreciarse aquella diferencia, pues eran dos desfases a sumar para poder obtener esa apreciación en comparación con mis compañeros: por una parte existía en mí un desarrollo inferior al correspondiente a mi edad, y por otra, el hecho de que me pusieran en secciones con chicos de mayor edad que la mía.

Un ejemplo de lo dicho anteriormente es que en cierta ocasión iba a venir un Inspector del Ministerio de Educación a una población cercana, y daban la oportunidad de hacer un examen para obtener un certificado de escolaridad. Todos los maestros de la comarca inscribieron para el examen a sus chicos de 13 a 14 años, como oportunidad para sacar un título... pues ésa era ya la última fase escolar. Por esta población fui yo elegido, con 11 años, junto con dos chicas y un chico, todos de 13 o ya 14 cumplidos. ¿Pero cómo no iba a llamar la atención yo que parecía un "minúsculo ratoncito" entre un grupo de 50 niños adolescentes que desde las distintas poblaciones de la comarca íbamos a juntarnos para la prueba. Así es que el maestro y la maestra me llamaron aparte, y me dijeron:

- Mira, Miguel, si el Inspector te pregunta la edad, tienes que decirle que tienes 13 años y vas a cumplir 14 en agosto.

El Inspector no apareció. Yo me ahorré la mentira. Las preguntas, como un test de respuestas concretas, estaban en un sobre lacrado. El examen resultó un cachondeo, porque cada maestro quedaba como fabuloso ante el Ministerio con las estupendas calificaciones de sus alumnos. Fue una pachanga con 50 alumnos examinándose y 20 maestros yendo y viniendo por los pasillos y dando las respuestas en voz alta. Todos nos enterábamos de que el triángulo de tres lados iguales era el equilátero. ¡Tal vez el tal Inspector había visto más espectáculos de esta clase, y había preferido seguir en un bar tomándose tranquilamente un café, a ser cómplice de tamaña trapisonda! :-) .

En mi cabeza de niño, el pueblo y el porvenir en él junto a mis padres, se quedaba pequeño. A toda costa, había de salir fuera y recibir una educación. Cada año venía por la escuela medía docena de frailes en busca de potenciales vocaciones. Eran recibidos cortésmente tanto por parte del maestro como por la nuestra. Nosotros teníamos unas normas, llamadas de urbanidad, aplicables a cualquier visitante de la escuela, sea cual fuere su motivo. Era preceptivo ponerse de pié a la entrada y no sentarse hasta que nos lo indicaran... levantarnos cuando fuéramos preguntados... y despedir al visitante con un "¡que usted lo pase bien!" en voz alta y al unísono cuando cruzaba el umbral de la puerta.

Yo me ofrecía voluntario para irme a su colegio cada vez que un fraile llegaba a la escuela.

- ¿Cuántos años tienes, majo -me preguntaba el fraile al verme tan pequeñito.

- 10.

- Mira, mejor esperamos a otro año. Ya volveré otra vez por aquí.

Por fin me aceptó un fraile. Eran los benedictinos de Santo Domingo de Silos, en la provincia de Burgos. En principio, íbamos a ir dos de este pueblo. Pero luego al otro compañero le salió otra congregación por mediación de un familiar, y me dejó solo. Primero consistía en una prueba de quince días en verano, y, luego, tanto tú podías retirarte si no te gustaba, como los frailes podían elegir entre los aspirantes y rechazarte.

Así me fui al pueblecito burgalés de Santo Domingo de Silos, a unos 60 km. al sur de la ciudad de Burgos. La prueba me resultó maravillosa... éramos uno 30 compañeros... un ambiente estupendo... unos paisajes muy bellos y totalmente diferentes de estas estepas cerealistas, donde vivo: montes, riscos, bosques, sabinas, encinas, quejigos, rebollos, y enebros ... cuatro exámenes para comprobar el grado educativo de cada aspirante ... eso sí, misa y rosario diario, pero eso entraba dentro de mis ideas religiosas recibidas desde niño. El histórico monasterio, recién cumplido ahora el milenario de su fundación, es muy famoso por su importante claustro románico y por los objetos de museo recopilados por los monjes a lo largo de varios siglos. El edificio, a mis ojos de niño, parecía enorme: pasillos, escaleras, pasadizos... un silencio sepulcral. A mi edad aún no conseguía orientarme allí dentro y sentía pánico a perderme solo.

Y el lugar geográfico también es muy atractivo: con el desfiladero de la Yecla y su pasarela como máximo exponente. Hoy tiene muchísima importancia turística el monasterio. Aunque por aquel tiempo la historia del turismo era muy diferente a en la actualidad: los españoles apenas teníamos un duro, y el turismo exterior no estaba tan organizado... y ni siquiera España, por sus estructuras políticas, era bien vista en el extranjero. Y el canto gregoriano tiene repercusión entre los turistas del interior y del exterior en la actualidad, pero entonces, ni fu ni fa. Por supuesto que tras esta prueba, ni yo me eché atrás ni los frailes dejaron de contar conmigo. A continuación, vendría la parte sería.

Ante el nuevo curso sabíamos que nos esperaban nueve meses y pico completos alejados de la familia sin vacaciones intermedias de retorno a casa. Mi madre me preparó una maleta para tanto tiempo, ropa de invierno y de verano. Y allá me fui. El trayecto hasta la ciudad de Burgos era cosa nuestra... a partir de ahí ya era responsabilidad de los frailes.

Al segundo día nos dijeron que si llevábamos dinero, ellos nos lo guardarían, ya que allí no nos haría falta para nada. Éramos unos 30 alumnos. La búsqueda de vocaciones solamente se realizaba cada cinco años. Por ello, los chicos que aún quedaban del reemplazo anterior, ya eran novicios, y estaban muy separados de nosotros (jamás nos comunicábamos con los novicios, salvo con un mexicano, recién llegado, que se saltaba las normas constantemente, o se hacía el tonto, o le daba igual). Nos levantábamos a las 6:00, y nos acostábamos a las 21:00. La alimentación era buena si tenemos en cuenta que1966 aún era tiempo de escasez en España. Pero ellos tenían de todo, una enorme huerta y árboles frutales, tractor, vacas lecheras, gallinas, pollos, incubadoras para vender pollitos, innumerables colmenas (vendían miel a los turistas), también fabricaban para venta al turismo un licor, alto en graduación alcohólica, amarillento, y de fuerte olor aromático, el benedictine (pero a nosotros nos daban poco licor: no por tacañería, sino porque resultaba poco apto para niños). La comida, cocinada por los hermanos (los hermanos eran frailes sin estudios, que no decían misa) estaba bien condimentada.

El comedor lo llamaban receptorio. Nosotros casi nunca veíamos a los frailes. Nuestro receptorio (distinto del de ellos) era cuadrado. Estaba situado al otro lado del claustro.. Por lo que tres veces al día recorríamos el famoso y milenario claustro románico. Las mesas estaban colocadas de forma que las paredes quedaban a nuestra espalda sin tener ningún comensal al otro lado de la mesa. Por tanto, en medio quedaba un inmenso cuadrado vacío. Lo más llamativo era que durante las comidas era preceptivo guardar silencio mientras uno, en voz alta, leía ciertos libros. ¡Como si a un niño le interesara la vida de los santos ante un buen plato! Solamente levantaban esta costumbre del silencio en las comidas en ciertas festividades.

Al abad, frailes, hermanos, y novicios solamente los veíamos en fiestas muy especiales, en las cuales había misa conjunta con los fieles de la población. La iglesia del pueblo estaba junto al monasterio. Se podía acceder a ella a través del claustro. Desde nuestro ala, íbamos por un pasadizo estrecho con escasa iluminación eléctrica. Aquellas misas eran maratonianas. Yo siempre he tenido problemas con la vejiga y orinaba frecuentemente (propio de FAers). Aunque tenía la precaución de orinar antes de ir a la iglesia, a la mitad del rito ya me entraban ganas de mear. Miraba de reojo hacia atrás y veía la puerta que daba la calle (por donde entraban los fieles del pueblo), y me decía: "¡La puta leche, ahora salgo a la calle y meo, como en mi pueblo, contra una pared!". Pero el miedo a recibir una bronca me hacía aguantarme... y aguantarme... eso sí, presionando disimuladamente la vejiga con la mano y bailando de forma constante para aliviarme con el cambio de posición :-) .

Todo me fue bien, e hice pronto amigos. Los profesores eran los mismos frailes... uno distinto para cada asignatura. Creo que estaban bien preparados académicamente. Yo no tuve problemas para alcanzar calificaciones destacadas. Las notas se emitían cada 15 días. Tampoco tuve dificultades de disciplina... solamente una vez me pillaron una gamberrada. Bajo la escalera teníamos una especie de taquillas donde dejábamos el calzado y útiles de limpieza. Mi madre en la preparación de la maleta me había incluido un limpiador liquido de zapatos (innovador por entonces, la mayoría utilizaba el clásico betún) de esos que por presión moja una esponja y ésta extiende el colorante por el calzado. Súbitamente se me ocurrió estampar el aparato en la pared blanca al tiempo que decía a un compañero: "¡Mira, un matasellos!". Aquello hizo gracia, y estampamos en el blanco de la pared 30 o 40 círculos seminegros. Yo no pensaba que el fraile entrara allí, pero entró. Al día siguiente nos formó para preguntar quién había hecho aquella cochinada. Me responsabilicé del acto, en solitario, aunque solamente una parte de los circulitos fuera de mi autoría, la otra parte fue de mis acompañantes, los cuales se fueron de rositas :-) .

El patio era grande. Tenía portería y cesta, pero les hacíamos poco caso a ambas cosas. También la sala de juegos era amplia y, aparte de juegos de mesa, había un futbolín. Sin embargo, preferíamos otro juegos quizás más pueblerinos e infantiles, como correr unos detrás de otros... simular peleas... el escondite por sitios más o menos permitidos, o prohibidos, que nunca usaban los frailes... también teníamos nuestras cajitas con bichos del campo: lagartijas, grillos, saltamontes... todos se morían, pero les simulábamos un entierro en toda regla :-) ... husmear en el almacén de la papelera (que estaba sin vaciar desde no se sabe cuándo), donde de la correspondencia de los frailes había sellos de todos los colores y precios y de diferentes países, lo cual nos permitía tener nuestra propia colección filatélica e intercambiar piezas... jugar a romanos por equipos luchando con espadas de palo y dando por muerto a quien era tocado por la presunta espada... incluso teníamos un pequeño refugio hecho con tela de sacos al que accedíamos con una escalera de mano en una tejavana abandonada, fuera de nuestro patio, antes utilizada como garaje, puesto que había una cabina de tractor, que seguramente los frailes le habían quitado para que no estorbara en la arada entre los árboles frutales de la huerta.

Había varios talleres dentro del convento. En teoría nos tenían prohibido ir por allí en plan mirón, pero aun así, íbamos de vez en cuando. Había una carpintería donde trabajaba un señor del pueblo y su hijo (no frailes). He olvidado su nombre (creo que Baldomero), pero era muy amable. También había una orfebrería... el fraile era natural de Valencia y, a veces, le daba por hablar valenciano y enseñarnos trabalenguas en ese dialecto. Otro fraile tenía su estudio de pintura (Fray Leoncio -?-)... a mí me pidió posar e hizo un retrato. El sastre era laico, y podías ir para que te cosiera un botón o te arreglara (sacara los dobladillos de) los pantalones, que se estaba en edad de crecimiento (aunque, a veces, menos en invierno, usábamos pantalones cortos).

Prácticamente, si el tiempo lo permitía, salíamos todos los días del monasterio. La gente del pueblo nunca hablaba con nosotros. Aunque supongo que sí saludaban al fraile que encabezaba el pelotón, a los demás ni eso. Tan sólo un día unos muchachos nos llamaron: "¡Grajos, grajos, grajos!" (en alusión al color negro de los hábitos de los monjes). Pero nosotros afuera vestíamos de todos los colores. Dentro usábamos guardapolvos grises, más por preservar la ropa de suciedad que por utilizar uniformes.

Los días de semana después de comer íbamos a las eras del pueblo a jugar al futbol: pares contra impares. Dos días por semana tocaba el llamado paseo (andaban como galgos): montes, desfiladeros, cimas, rocas, cuevas (más de una vez hube de decir: "no, por ahí no subo" o "ahí yo no entro"), valles... de aquí para allá... llevaban un hacha y a veces encendían fogatas si hacía frío (la leña del enebro es resinosa y arde bien aun estando verde)... ir a lugares distantes (hasta llevaban la comida) que producían agujetas... Yo, por las condiciones de mi preataxia, siempre iba en el pelotón de cola.

La Yecla es unos desfiladeros a 2,5 Km, del pueblo, en la carretera que conduce a Caleruega. La carretera traspasa el macizo rocoso por un túnel. Paralelo a dicho túnel, aunque independiente de él, hay una garganta estrecha y profunda de paredes verticales por cuyo fondo corre un riachuelo. Sobre el riachuelo, a considerable altura respecto al mismo, y a nivel más bajo que la carretera, hay una estrecha pasarela de cemento colgada de las rocas y protegida por una barandilla. Desde la carretera se desciende a la pasarela por unos escalones.

Los compañeros bajaban a aquella pasarela de la Yecla y la recorrían a velocidades endiabladas. A mí jamás me dio miedo aquella pasarela, pero mi incipiente ataxia, me hacía recorrerla a un ritmo pausado. Nunca me quedé solo ni en aquellos paseos maratonianos ni en la pasarela, siempre había compañeros de condición tranquila o que, inconscientemente, se adaptaban a mi ritmo por disfrutar de mi compañía.

Pero me llegó la dureza del invierno. No sólo estábamos en la, de por sí fría, provincia de Burgos, sino también a 1003 metros de altitud. En el monasterio no había calefacción. Solamente teníamos una estufa de leña en la sala de clase. Había únicamente una pequeña caldera para dos duchas de agua caliente que, aunque en distintos días y horarios, compartíamos con los frailes. Yo empece a sufrir de sabañones en los pies y se me llenaron de llagas. Un fraile me llevó a Burgos a la consulta de un Dr., pero no creo que sus prescripciones sirvieran de nada.

Por fin llego la primavera y todo para mí volvió a la normalidad y a resultarme ilusionante. Pronto comenzamos a bañarnos, sin ningún miedo a la frialdad del agua (yo nunca he aprendido a nadar). Los frailes tenían una piscina alejada del convento, aunque no sé de dónde ni cómo subía hasta allí el agua. También nos dejaban usar las piscinas (había dos: una para adultos y otra, de escasa profundidad, para quienes no supieran nadar) del complejo hotelero de la Yecla. Allí era el único sitio donde hubiéramos podido comprar chicles y otras chucherías de niños, pero no teníamos dinero.

En estos pueblos (el mío) aún no existía teléfono y el único contacto habido con mi familia durante todo este tiempo fueron las cartas. Nosotros teníamos que entregar las nuestras al fraile en sobre abierto y sin sello. No creo que en las mías hallara nada censurable Mi madre me escribió de forma continuada aproximadamente cada dos semanas. Sus cartas siempre comenzaban con el clásico: "deseo que al recibo de ésta te encuentres bien como nosotros gracias a Dios". Tampoco tuvimos el más mínimo acceso a radio, televisión, o prensa. Así que estuvimos prácticamente aislados del mundo.

Por fin llegaron los exámenes finales. Entre nosotros comentábamos lo que llamábamos "criba de los frailes". Es decir: que algunos de nosotros iba a ser rechazado para el próximo curso y jamás nos volveríamos a ver todos de nuevo. Ni por asomo pensaba que yo iba a ser el desechado: Era brillante en los estudios y muy dócil en conducta, pero los frailes tenían otra vara de medir distinta de la mía.

Y llegaron las ansiadas vacaciones de verano. Los frailes nos llevaron hasta Burgos, donde ya se hacía cargo de nosotros algún familiar. Y, tras más de nueve meses, regresábamos a casa con la ropa gastada (mi pantalón corto del traje festivo número 1, el mismo que hacía juego con la chaqueta de la foto de arriba, tenía un cosido en la culera) y el calzado desbarajustado.

Para mi sorpresa, durante el verano recibimos una carta de los frailes, dirigida a mis padres, en la cual prescindían de mí, aduciendo que "aunque era buen estudiante y había mostrado excelente comportamiento, mi salud no era apta para la vida monástica". Lloré durante varios días y creo que hasta me volví un poco anticlerical durante algún tiempo. Pasé página completamente. Nunca he intentado saber nada de esos frailes, ni siquiera de los excompañeros. Y no está bien. Nadie es culpable de mi ataxia. Al fin y al cabo, los razonamientos de los frailes son totalmente correctos y, por desgracia, tan reales como la vida misma: "¡Mi salud no es apta para la vida monástica" :-) , ni tampoco para muchas otras clases de vida! :-) .