AUTOBIOGRAFÍA DE MIGUEL-A. CIBRIÁN, PACIENTE DE ATAXIA DE FRIEDREICH. (Tercera parte).
No sé si por aquel tiempo llevaba una excesiva carga de estrés, o las cosas pasan simplemente porque están de pasar. De la noche a la mañana, sentí unas molestias estomacales en forma de ardor de estómago. Era en un tiempo de arada para barbecho (mayo y junio), muy caluroso y de largo horario de trabajo. Combatía mi acidez y mi sed con grandes tragos de agua. El médico de cabecera me recetó unas pastillas. Esas píldoras prescritas no me hicieron ningún efecto positivo. Sin embargo, yo tampoco di importancia excesiva a mi malestar: Aunque aquel achaque era muy molesto, se trataba de un simple ardor de estómago. Y con esa molestia me tiré todo el verano y el trabajo extra de la recolección.
Cuando fui al especialista de digestivo, e hizo radiografías, dijo que yo tenía una fuerte inflamación gástrica, o gastritis aguda, como llaman ellos. Y claro, sumado al andar espástico de un atáxico en mi etapa, potenciaba los efectos y resultaba inaguantable haciéndome sujetar mi vientre con la mano al caminar. ¡Era como llevar las tripas en la mano!. Lo mismo, pero dicho casi literalmente. Me prescribieron inyecciones diarias y reposo. Aquella terapia no funcionó. Para mí, que utilizaba el trabajo para evadirme de una realidad atáxica, estar sobre la cama mirando al techo era como la muerte. Digamos que fue el remedio peor que la enfermedad. Por entonces comencé a ver que la llegada de la silla de ruedas por mi ataxia, siempre vista como lejana, estaba a la vuelta de la esquina. Adelgacé 11 kilos en muy poco tiempo. Con una constitución de por sí débil como la mía y con 11 kilos menos, debía cuidarme de que no me llevase el aire :-) . Pesaba solamente 50 kilos. Comencé a sentir depresiones... a tener problemas de incontinencia de orina... y a avergonzarme de mí mismo. Yo no quería que nadie me viese. Hasta cogí por costumbre ir a Misa los sábados por la noche, cuando solamente iban media docena de personas, en vez de los domingos. Esto, además de huir de la visión de los demás, me daba la ventaja de poder trabajar en el campo los domingos sin preocuparme del horario de la Misa. Las visitas eran una tortura para mí. Cuando llegaba una visita a mi casa, me ponía nervioso e inmediatamente aquel nerviosismo me producía ganas de orinar... trataba de aguantarme hasta que se fuese el visitante... y lo conseguía, pero luego no era capaz de llegar al servicio sin mearme. Entonces tenía 26 años.
Mis problemas digestivos marcaron una nueva etapa en mi vida. Abandoné casi todas las relaciones sociales. Ya no podía seguir la marcha propia de la juventud de mis amigos, yendo de bar en bar: No sólo por las dificultades de caminar, sino también porque la bebida no me apetecía y me sentaba mal. En cierta forma, yo me sentía culpable de obstaculizar sus normales actividades de jóvenes. En estos casos, uno se da toda una serie de razones tendentes a justificar su pasotismo y se dice: "es lo mejor para todos". Son mentiras, pero uno quiere oír sus propias mentiras. Y le entra un exceso de susceptibilidad y ve cosas más o menos irreales: como por ejemplo que nadie quiere jugar a las cartas con él, porque es extremadamente torpe repartiendo la baraja. Y hasta juzga de una manera muy rara reaccionando con irritabilidad si alguien, con la mejor voluntad del mundo, se apresta a repartir la baraja por él. Únicamente las tardes de los domingos solía jugar algunas partidas de mus con unos jubilados, casi todos ya fallecidos. Resulta fabulosa la acogida por parte de estas personas de muy diferente generación a la mía. Resulta evidente que la vida nos curte y los problemas, incluidos los de la vejez, nos hacen ser más solidarios, haciendo válida la teoría de que el dolor y la muerte son imprescindibles para que hagamos un mundo más humano.
En cuestiones de trabajo seguía como antes: trabajando más que un burro, como se suele decir. Al trabajar en familia, siempre dejaban para mí las tareas más asequibles a mis circunstancias físicas. Y sí, tareas sencillas, pero por mi propia voluntad resultaban de un proceso interminable dedicando a mi trabajo todo el tiempo de mi vida. Mi padre se había convertido en mi fiel guardián y yo en su ayudante imprescindible. Mi padre nunca andaba con los tractores, y yo no podía hacer cosas como coger pesos. Es decir entre nosotros existía una complementación y compenetración por necesidad. Y aunque discutíamos a menudo, en el fondo nos queríamos y respetábamos.
(En la foto, hombro derecho mucho más caído que el izquierdo, se aprecia bien mi escoliosis).
Yo suplí el tiempo antes dedicado a las relaciones sociales con la preparación de unas oposiciones. Visto ahora, aquella tontería resulta casi de risa. Sabía que aunque las sacara, nunca podría ejercer. No obstante, es una de esas cabezonadas difíciles de entender en las cuales de forma inconsciente se pretende demostrarse a sí mismo que aún no se está acabado. O sea, es una cuestión de orgullo personal y nada tiene que ver con la normal intención de estos casos de conseguir un puesto de trabajo de por vida. Y la mayor prueba de cuanto aquí he dicho sobre mis motivos opositores es que ni siquiera me molesté en presentarme por el turno de minusválidos, lo cual me hubiera proporcionado algunas ventajas (discriminación positiva se llama). En teoría había muy pocas posibilidades de aprobar: éramos miles de opositores para unas decenas de plazas. En teoría... menos yo: yo no aspiraba a ninguna plaza, me movían extraños motivos de demostrarme mi valía.
Mi problema físico antes aludido fue tildado mitad digestivo mitad neurológico. Esta calificación de mi achaque hizo que, después de varios años, retornase a la consulta de un Neurólogo, esta vez de la Seguridad Social. Pronto se me prescribió un ingreso en un hospital donde estuve un mes entero. Yo creía que estaba hospitalizado por mis problemas digestivos, pero no, eso no le interesó lo más mínimo a nadie. Solamente les interesaba mi ataxia de Friedreich y me hicieron sentir un bicho raro al ser visitado diariamente por un rebaño de médicos jovencitos dirigidos por el profesor dándoles lecciones y mostrándoles mis desgracias como los teoremas a aprender... y yo, o mi nombre, y el de la Ataxia de Friedreich, estaban constantemente en la pizarra de una sala de Drs. encabezando toda la serie de síntomas de esta enfermedad denominada rara.
Estando en el hospital llegó el día de la convocatoria del examen de las oposiciones. Yo ya había decidido pasar del asunto y no ir a examinarme, pero el Dr. Jefe me animó a ir y me dio un permiso para salir del hospital por unos días. En fin, sus palabras de ánimo eran una tontería, de esas psicológicas, donde el Dr. suelta esas mentiras llamadas compasivas. Y sin creérlas, se va al examen por pundonor. Me fui a Madrid a la casa adonde trabajaba como chica de servicio mi hermana atáxica. Mi familia del pueblo no sabía nada de mi viaje, y como el examen era en lunes y yo fui a Madrid el domingo a la mañana, mi familia fue a Burgos a visitarme al hospital, y yo ni siquiera estaba allí.
El examen de las oposiciones me salió fatal. De nada sirvió mi inteligencia y mi buena preparación. Todos mis planes quedaron por los suelos. La primera prueba era un dictado donde contaba ortografía y caligrafía. Yo era bueno en ortografía, pero malo en caligrafía si me hacían correr, pero suficientemente bueno (había sido muy bueno) si lo hacía muy despacio. Por tanto, según mis planes, tomaría apuntes y, luego, aunque tuviese que desquitar tiempo a otras cuestiones, como las matemáticas, lo pasaría a limpio. Mis ideas quedaron sistemáticamente destrozadas: no se admitía lápices ni gomas, sólo plumas o bolígrafos, y el papel era único, no podía utilizarse ningún otro como borrador... en el margen debían constar hasta las operaciones aritméticas realizadas. Aquella medida era como si premeditadamente hubiesen adoptado tácticas contra mis posibles estrategias. No quise correr en el dictado en beneficio de poder hacer una mejor caligrafía. Mi nueva táctica consistía en escribir algunas palabras dejando huecos para adivinar las otras una vez acabado el dictado... pero con el nerviosismo del momento no acerté a recomponer el texto. Se me olvidaron la mitad de los datos.
Además, yo nunca tuve dificultades con las matemáticas, incluidos los sistemas de ecuaciones y las ecuaciones de segundo grado, pero no fui capaz de coger el problema que se dictó. Por la cara de los otros examinandos, creo que fue una incomprensión general. Las incesantes preguntas individuales fueron inútiles y acalladas de forma tajante: " - Aquí no se repite nada ni se dan explicaciones". Esa duda de la incomprensión general respecto a la prueba matemática me quedó asegurada en los comentarios de la salida de los juzgados de la plaza de Castilla, lugar del examen. Nadie había entendido nada, y para todos faltaba algún dato en aquel problema. En geografía y en historia creo que respondí bien como también lo hice en los temas judiciales. Con tres temas fallados de seis, creí absurdo esperar a puntuaciones para saber si tenía derecho a una segunda convocatoria, y me vine inmediatamente a Burgos a continuar ingresado en el hospital. Jamás me interesé por saber de mi puntuación. Di el caso por cerrado y, como en el lema del deporte, me dije que lo importante era haber participado :-) .
En los años previos apenas había notado la progresión degenerativa y consideraba la silla de ruedas una historia muy lejana. Sin embargo, a partir de mis problemas digestivos y mis depresiones, la degeneración crecía a pasos agigantados y ya no era difícil calcular mi silla de ruedas para los 30 o poco más. Comencé a ser asiduo cliente de médicos y de curanderos. O bien creía, o necesitaba creer, en remedios mágicos, o en alguna idea genial de alguien, profesional de la medicina, o no, que me sacara del atolladero. Y poco a poco a poco, desde uno y otro sitio iban llegando las decepciones al comprobar la charlatanería e impotencia de unos y de otros ante mi problema de salud.
Recordé la clínica privada de Madrid donde había estado en mi juventud y el famoso Dr. que daba título a la misma. Pensé que, a diferencia de antes, ahora teniendo ya un diagnóstico claro, ellos podrían hacer algo por mí. Le envié informes, historiales, y un relato abreviado de los medicamentos tomados hasta entonces, y pedí cita. Me decepcionaron: interpreté que se quitaron el muerto de encima. El famoso Dr. tardó medio año en responder a mi carta. Su excusa fue que había estado en el extranjero. Bien, pase, admito lo de su posible estancia en el extranjero, pero ya no paso que una clínica privada deje de funcionar porque el jefe se ha ido de conferencias a otros países. La carta añadía que no era bueno tomar tantos medicamentos y que confiase en un solo Neurólogo sin cambiar constantemente... y si aún quería una cita, la volviese a solicitar. Por supuesto que lo de los medicamentos ya lo sabía, y la cita ya no la pedí. Hoy entiendo esto muy bien: la clínica tenía orientación psiquiátrica... y no era eso lo que entonces necesitaba.
Estuve a un Dr. de Barcelona por mediación de una tía monja. Todas las promesas que, a través de ella, me habían hecho, se volvieron agua de borrajas cuando leyó el informe que yo llevaba, del hospital Burgos. El Dr. dijo no poder hacer nada, y se quito el muerto de encima en cinco minutos. Lo jodido del caso es que no me lo dijo a la cara, y ni siquiera tampoco se lo explicó a mi madre (suponiendo que no me considerara adulto para escucharlo). Se limitó a hablar en catalán y, cuando mi madre dijo no entender aquel idioma, contestó que ya se lo traduciría mi tía al llegar a casa. ¡Eso sí que es dar largas, idiomáticas y todo!. Me pregunté si merecía la pena ir a Barcelona a por una receta de vitaminas que, por hacer algo, es lo único que me prescribió.
También estuve en tres curanderos distintos. Sus acciones y palabras de charlatanes resultaron casi una tomadura de pelo. Por otra parte, alguien puso en mis manos un libro naturista según el cual no existían los males, o, mejor dicho, todo se curaba con una alimentación vegetariana. Y, aún dudando, vegetariano me volví durante un tiempo, pero, por si algún atáxico está pensando en intentar lo de los alimentos vegetales, le diré esa es la mayor tontería que he cometido en mi vida, pues la mejor receta de alimentación para un atáxico es una dieta equilibrada.
Las consultas en la Seguridad no me satisfacían. Creo que el origen de problema era la gran masificación de los ambulatorios de esta clase de medicina, lo cual impone al Dr. titular de la consulta una celeridad con los pacientes. Yo no me sentía escuchado, ni siquiera interrogado acerca de los síntomas. Parecían autómatas haciendo recetas y empujandóte seguidamente hacia la salida. Mi alivio fue descubrir que podía llegar hasta el anteriormente llamado Dr. Jefe (que en la Seguridad Social únicamente trabajaba con pacientes hospitalizados) a través de consultas privadas en la clínica San Juan de Dios. Allí era totalmente diferente: la consulta era de todo el tiempo necesario... preguntas... respuestas... ambiente de amigos sin la rigidez de la Seguridad Social. Los inconvenientes eran la factura de honorarios y que los medicamentos no tenían la cualidad de ser gratuitos como los habitualmente prescritos en la Seguridad Social. Pero a pesar de eso, no tenía escaseces económicas por aquel tiempo, y me merecía la pena el gasto.
Mi deterioro progresivo de la marcha y de mi anormalidad digestiva avanzaban a marchas vertiginosas. Mi estado psicológico era muy malo. Tal vez no pudiera ser mejor en mis circunstancias. Si no llovía, todos los domingos daba un paseo a solas por el campo. La conveniencia de hacer ejercicio era solamente una pequeña tapadera para obrar así. En el fondo estaba mi genio, mi amor propio, mis depresiones y mi frustración. Caminaba tambaleante, cayendo una y mil veces, cuanto podía, hasta acabar rendido. Hacía mía la célebre frase que da título al libro de El Lute: "¡Camina, o revienta!". Si hacía frío buscaba el remanso de algún arbusto... luego lloraba... y tras dormitar un rato volvía a casa. No sin antes haberme dicho: "!Muchacho, hasta aquí ya no podrás llegar nunca más veces!". La misma rabia me salía todos los días en el salón de mi casa. Había comprado una bicicleta estática y me tragaba kilómetros y más kilómetros. Veía las películas del televisor mientras pedaleaba.
La foto (1983) es de la boda de mi hermana atáxica, Carmen (centro). Yo soy el segundo por la izqquierda.
A los 31 años ya casi no era capaz de caminar sin agarrarme a algo. En casa me apoyaba en las paredes y me garraba a los muebles e incluso andaba a gatas. Por ello, fuí un gran consumidor de pantalones [¡pobres rodilleras!] :-) . Todo mi trabajo ya se reducía a la labor con el tractor (hasta me llenaban el depósito de combustible, porque yo casi no podía).
En 1983 me concedieron una pensión de invalidez, pues había cotizado mensualmente a la Seguridad Social desde los 18 años. No por ello dejé de trabajar. Dejar colgada a mi familia (ya que mi padre no andaba con tractores), era mi argumento, un tanto artificial, para continuar. En realidad era un pretexto tonto: simplemente tenía auténtico pánico a dejar la actividad y convertirme en un inútil inservible sin saber cómo matar mi tiempo. Y este mismo miedo me llevaba a negarme a utilizar una silla de ruedas. Yo pensaba que cuando mi padre me viera en una silla de ruedas, él mismo abandonaría la actividad agraria. A mí me llevaban al tractor del brazo, me ayudaban a subir... y el resto era mi tarea.
Por entonces, casi como una idea obsesiva comiendo parte de mis pensamientos, se me ocurrió inventar y fabricar una "bicicleta de tres ruedas" que solventara mi falta de equilibrio y me permitiera a la vez ejercitar mis piernas y darme un paseo al aire libre. No sólo proyectaba, sino que en mis tiempos libres trabajaba en ello. Hice un eje. Puse dos tornos acerados (que usaba el embrague de la empacadora de paja) donde ajustaban exactamente los bujes de ruedas de bicicleta normal... estaba protegido por sendos tubos largos... de forma que hubiera podido cascar, pero nunca torcerse... y calculaba suficiente la resistencia de aquel material. En el eje había puesto un piñón para engarzar la cadena transmisora del pedaleo y dos pequeños rodamientos, ajustando perfectamente (como los del peine de mi cosechadora se cereal)... cada rodamiento iba metido en una semicajita que para nada contactaba con el eje. Solamente ya me faltaban los elementos prefabricados para concluir mi invento: una bicicleta entera y una rueda de bicicleta. Mandé a comprarlo a mi tío. El distribuidor al oír lo que yo quería hacer, dijo haber visto en el catálogo de bicicletas una de tres ruedas. Mi tío me trajo el catalogo a casa, y la pedí. Me la trajeron. Era una chulada, hasta tenía una cesta delante colgada del manillar... era tal y como yo había imaginado mi invento... y sin los aires toscos que yo iba a darlo. Pero las cuentas a veces salen cuentos. La una rueda iba loca (es decir sin transmisión de ninguna clase), mientras la otra sí iba conectada a la cadena de pedaleo. Por supuesto, el dato importante a tener en cuenta en mi caso, es que yo, para solventar mi falta de equilibrio, iba agarrado al manillar utilizándolo no sólo para imprimir dirección, sino también como punto de apoyo. Resultando que, si la rueda loca patinaba por cualquier obstáculo, al accionar la otra mediante los pedales, la tricicleta me pegaba un peligroso golpe de dirección. En resumidas cuentas, casi solamente hubiera podido utilizarla por terrenos asfaltados. Como el firme de esta carretera no es my bueno y por la rueda loca, la bicicleta tenía tendencia a irseme al centro de la calzada, temía ser "barrido" por algún coche o camión que viniera por detrás. Decidí que el aparato no me servía. Por no perder todo el dinero invertido en la compra, se la cambié al proveedor por una bicicleta normal para disfrute familiar. Sólo perdí el 50 por ciento :-) .
En el 1984, no llovió hasta casi finalizar el otoño. El terreno estaba reseco y duro. No se podía sembrar. Esto para mí era un auténtico contratiempo, porque otros años para esas fechas ya teníamos la labor de sementera muy avanzada. Eso significaba que habría que aprovechar y trabajar muchas horas de noche, y lo peor, coincidiría con una época de año muy fría y poca apta para mis miembros de atáxico. Afortunadamente encontramos un chico para reemplazarme como tractorista durante un mes.
Yo aún no era del todo consciente de lo que iba a suponer en mi vida la ataxia. Por algún tiempo pensé retirarme de la actividad agraria y comprarme un pequeño tractor (de los llamados viñeros o fruteros, por ser utilizados para esos fines) que me permitiera darme una vuelta por el campo y por cualquier camino rural sin asfalto.
En 1985 mi padre y yo intentamos abandonar la actividad agraria, pues ya no era justo que mi tío se llevase la mayor carga en el trabajo. Fue mi tío quien nos convenció para continuar una año más, que luego se convertiría en dos. En el otoño de 1986 entró en vigor la concentración parcelaria. Y quedaba el orgullo de reparar las nuevas fincas propias. Tuve un trabajo excesivo durante es otoño por ese arreglo de las nuevas fincas, pero luego trabajé muy poco hasta la recolección: Porque evidentemente las grandes parcelas ahorraban tiempo de trabajo y la mayor parte de él lo pudo realizar solo mi tío. A finales de 1987, mi padre y yo abandonamos la actividad agraria. Ya era para mí un tope máximo imposible de rebasar. Mis limitaciones superaban mi trabajo de conducción... incluso dentro de las fincas, donde, al parecer no existía demasiado peligro. Por ejemplo, en uno de los dos tractores era incapaz de ejercer la presión al mismo tiempo con ambos pies: embrague y freno.
No obstante, a pesar del abandono de la actividad agraria, ayudé a mi tío durante los dos próximos veranos. Sólo hacía acercar a la cosechadora el tractor con el remolque cuando se llenaba la tolva. Ambos, mi tío y yo, nos sentíamos ayudados. Él físicamente. Y yo recibía una ayuda difícil de explicar... libertad... evasión... aire libre... campo de mis sueños... sentirme útil... una amalgama de cosas para hacer mi vida de atáxico más grata. En fin, prácticamente no hacía nada, salvo pasarme el día sentado en el tractor sintonizando la radio y, de vez en cuando, acercar el tractor y el remolque al corte cuando veía asomar el grano en la tolva de la cosechadora. Probablemente, lo narrado en este último párrafo nadie lo podrá entender sin haber vivido en mi propia piel o en circunstancias similares.
También por estas fechas, con ciertos ahorros que tenía, estuve en trato para comprar unas fincas rústicas (una nimiedad: unas 6 hectáreas). Mi familia (sobre todo mi padre) estaba en contra, aunque aceptaban mi decisión personal. Dado los entonces bajos precios pagados por los renteros de esta clase de tierras y los altos intereses abonados por los depósitos bancarios, con el bolígrafo en la mano, era fácil reconocer que iba camino de hacer un negocio altamente ruinoso... pero entonces era aquella mi ilusión. Al fin el trato no se hizo, aunque no fuí yo quien abandonó, sino el vendedor quien retiró su idea de vender. En los años siguientes todos los referidos financieros cambiaron diametralmente de posición: el importe de los arrendamientos rústicos se incrementó mucho y el precio de interés dado por los bancos cayó a cifras mínimas, casi ridículas. No obstante, visto desde años más tarde, no me queda ni el más pequeño pesar de que la operación hubiera fallado... y es que mis ilusiones ya no estaban por esos lares.